Este relato es otro fallido intento por concebir la felicidad (sabiendo que es su eterna ausencia la que azuza mi pluma, la que me permite inventar historias). En realidad, lo escribí de un tirón luego de encontrar un retazo de tela envuelto en un periódico viejo. Los dos primeros lectores del cuento (mi hermana y mi amigo Carlos), reconocieron en él a un par de influencias que todavía no llego a percibir: Benedetti y Ribeyro. Luego, vía correo electrónico, lo compartí con el escritor
Eduardo Gonzáñez Viaña, que fue tan escueto como generoso: "
Me parece un cuento excelente, ¡felicitaciones!"; y el crítico
Julio Ortega me halagó con una terna de calificativos:
"¡Me gustó mucho tu relato! Es fresco, vivaz, y tiene sentido dramático". Espero, pues, que también sea del agrado de todos los lectores que se animen a leerlo.